La vida secreta de una flor
Desde que tengo memoria, las flores me han acompañado con la misma constancia que el aire o la luz. No como simples motivos decorativos, sino como presencias vivas y misteriosas, cada una portando una historia que susurra desde cada pétalo. Fotografiarla es, para mí, una manera de escuchar. Una forma de traducir su vida secreta en imágenes: sus texturas frágiles, su geometría suave, sus colores que parecen soñados más que nacidos de este mundo.
Es una manera de tocar lo intangible, un intento de capturar lo invisible: el gesto silencioso de una hoja al curvarse, el sutil suspiro de una flor en reposo, el paso del tiempo en un tallo que cede, su dignidad en la decadencia, el símbolo oculto que cada especie ha llevado durante siglos —ese simbolismo ancestral que trasciende culturas y épocas.
Es un ejercicio de contemplación, de comunión, y también de interpretación visual. Sobre todo, es una forma de conexión íntima y silenciosa con lo efímero. Un acto completamente poético. Cada imagen invita a mirar más allá de la forma, hacia aquello que vibra en silencio bajo ella: fragilidad, sensualidad, transitoriedad, memoria.
Este trabajo nace de una fascinación profunda, casi antigua. Me atrae lo que vive entre la realidad y el sueño: una belleza que no grita, sino que se esconde en las sombras del detalle. Allí, donde la flor deja de ser un objeto y se convierte en poema.
Mi cámara no documenta: escucha, interpreta, acompaña. Las flores no posan; simplemente existen. Y en esa existencia, revelan un mundo que solo se hace visible cuando se observa con la lentitud y la devoción que lo sagrado requiere.